Cuando el reloj marcó la una de la tarde del martes 30 de abril de 2013, las puertas de la iglesia Nueva de Amsterdam –construida en 1409 y ubicada en el centro la capital neerlandesa, a pocos metros de la fachada norte del Palacio Real– se abrieron para recibir a los dos mil invitados a la ceremonia en la que los Estados Generales del reino de los Países Bajos (la cámara alta y la cámara baja) proclamarían a Guillermo Alejandro y a Máxima como reyes del país europeo. Los primeros en entrar fueron los invitados especiales, que ocuparon la parte central del edificio. Después, lo hicieron las nueve delegaciones oficiales, que llegaron en vehículos de la Casa Real bajo un estricto operativo de seguridad. El recinto estaba casi colmado cuando los representantes de las Casas Reales dijeron presente.
Los primeros en bajar de uno de los vehículos blindados custodiados por miembros de la Koninklijke Marechaussee (Guardia Real) fueron Sheikha Mozah, la mujer del emir de Qatar y el rey Carlos III con Camilla, reina consorte del Reino Unido, quienes, por aquel entonces, tenían los títulos de príncipe y duquesa de Cornwall, respectivamente.
Detrás de ellos, ingresaron el príncipe heredero de Tailandia y su hermana, la princesa Maha Chakri, el representante de los Emiratos Árabes Unidos, el príncipe Hamed, y el heredero de la corona de Bahréin, el príncipe Salman. En un segundo vehículo llegaron el príncipe Haitham de Omán, los príncipes Guillermo y Stéphanie de Luxemburgo, los príncipes El Hassan y Sarvath de Jordania.
Una de las parejas más admiradas fue la de Felipe y Matilde de Bélgica, quien llevó un vestido de crêpe de seda en rosa chicle con pamela a tono. El original diseño que lució la princesa Mette-Marit, de Noruega, en blanco con flores grises, también fue uno de los más admirados. Otra de las princesas más ponderadas fue Sofia de Liechtenstein: optó por un diseño verde cadmio con tocado a juego inspirado en los años 50. La princesa Letizia de España se llevó muchos halagos con un modelo de su diseñador favorito, Felipe Varela, bordado con microperlas acero y cristal. ¿Un detalle? El príncipe Felipe fue el único que lució la Gran Cruz de la Orden de Orange-Nassau, una distinción que la reina Beatriz le otorgó en 2001.
Los últimos en llegar fueron Daniel y Victoria de Suecia –que sorprendió con una fabulosa pamela–, Federico y Mary de Dinamarca, los príncipes herederos de Brunéi, Billah y Sarah, Alberto de Mónaco –asistió sin su mujer Charlene Wittstock–, la princesa Lalla Salma de Marruecos, los miembros del gobierno presidido por el primer ministro neerlandés Mark Rutte (en el momento de la coronación, el funcionario iba por su segundo mandato; en 2021, ganó las elecciones por cuarta vez) y Naruhito y Masako, del Japón. Esta era la primera vez que la mujer del emperador –llamada “la princesa triste” debido al grave cuadro de estrés y depresión que sufre desde hace décadas, cuando ingresó al Palacio Imperial como prometida– asistía a una ceremonia en el extranjero en once años.
GRANDES PROTAGONISTAS
A la cabeza de la procesión real, las tres hijas de los nuevos reyes fueron las primeras en salir del palacio. A pesar de que parecían iguales, sus vestidos azul Francia, diseñados por Edouard Vermeulen para Natan, eran distintos.
El de Amalia, la nueva princesa de Orange-Nassau, era de cuello alto drapeado sobre los hombros con pequeño escote en V en la espalda. El modelo de Alexia estaba adornado con un nudo en la parte delantera y el de Ariane llevó cuello claudine. La princesa Beatriz seguía los pasos a sus nietas, a quienes guio en todo el recorrido. Junto a ella, su nuera Mabel volvió a vestirse de medio luto. En aquellos días de la coronación, Friso –el segundo hijo de Beatriz, ex reina y, desde 2013, princesa de los Países Bajos– llevaba un año en coma: el 17 de febrero de 2012, había quedado sepultado por un alud mientras esquiaba en Lech, Austria (debido al daño cerebral por falta de oxígeno, Friso moriría el mismo año de la coronación, en agosto de 2013, cuando Guillermo y Máxima estaban de vacaciones en Grecia).
Detrás de Amalia, Alexia y Ariane ingresaron los demás miembros de la familia real. La madre del nuevo Rey se ubicó entre sus nietas y, desde allí, contempló cómo su hijo iniciaba un nuevo capítulo en la historia holandesa.
Faltaban diez minutos para las dos de la tarde. Ante la expectativa de un país entero, Guillermo Alejandro y Máxima –escoltados por los cuatro portadores del Manto Real, dos damas de la corte y cinco comandantes operacionales– dejaron el Palacio Real hacia la Nieuwe Kerk. Mientras intentaba controlar sus emociones, Máxima hizo su aparición en la plaza Dam, en la que varias banderas argentinas flameaban para saludar a “su reina”. Con un espectacular diseño de Jan Taminiau, confeccionado en crêpe de seda color azul Francia –uno de los colores del estandarte real–, deslumbró al mundo.
La tiara de zafiros que eligió para este momento especial fue creada por la casa Mellerio con 655 diamantes sudafricanos y treinta y tres zafiros de Cachemira. Cuando la reina Emma la adquirió, fue considerada una de las alhajas más caras del mundo –por ella, el Rey desembolsó 100 mil guldens, toda una fortuna para la época–, debido a que, en la parte central, lleva un gran zafiro rodeado de diamantes, que formaba parte de un broche de la reina Anna Pavlovna, mujer de Guillermo II y nieta de Catalina la Grande de Rusia. Siguiendo la tradición de sus antepasados, Guillermo Alejandro lució la capa de armiño sobre el frac y la banda de la Orden de Guillermo. Diez años atrás, la Casa Real informaba que la capa había tenido que ser restaurada después de que Beatriz la usara por última vez, treinta tres años antes. Con ochenta y tres leones bordados con hilo de oro, la pieza, de inspiración francesa, databa de 1948. Y se trataba de una copia de la que había llevado Guillermo I, en 1815, para su investidura como soberano de los Países Bajos.
EL MOMENTO ESPERADO
La presencia del nuevo Rey se anunció con tres golpes de bastón contra el piso. Ciento sesenta y cuatro músicos, el Coro Infantil de Amsterdam, el Coro de Cámara de Holanda y la soprano estadounidense Claron McFadden inundaron de música la iglesia para los nuevos reyes y sus invitados.
Cuando el Rey y la Reina consorte se ubicaron en sus tronos –dorados y de estilo Luis XIV, formaron parte de un conjunto de muebles que la reina Guillermina había recibido como regalo de bodas–, sonó el himno nacional holandés, el “Wilhelmus”, que las princesitas entonaron conmovidas.
Frente a Máxima y Guillermo, estaban exhibidas las insignias de la Corona, los símbolos del poder y la dignidad real fabricados en 1840 por orden del rey Guillermo II: la Corona –adornada con cuatro rubíes ovalados, cuatro zafiros rectangulares y ocho esmeraldas–, el orbe imperial –que representa el territorio sobre el que reina el monarca–, el cetro, la espada del Estado, el estandarte nacional y un ejemplar de la Constitución. Pasadas las dos de la tarde de aquel 30 de abril de 2013, Guillermo Alejandro prestó juramento.
“Juro al pueblo del reino que mantendré y defenderé el Estatuto del Reino y la Constitución. Juro que defenderé y conservaré con todas mis fuerzas la independencia del reino y su territorio; que protegeré la libertad y los derechos de todos los holandeses y los residentes en los Países Bajos y que, con todos los medios que me ofrezcan las leyes, conservaré el bienestar de esta nación, así como su progreso, como le es debido a todo buen y leal rey. ¡Que Dios todopoderoso me ayude en esta tarea!”. Después, llegó el momento del discurso del Rey, en el que destacó el papel de la Corona y manifestó su orgullo por poder representar a una institución que, por doscientos años, se dedicó a servir al pueblo de los Países Bajos. Sin embargo, la gran emoción llegó cuando el nuevo soberano se refirió a su madre de manera tierna y respetuosa: “Durante treinta y tres años mi querida madre cuidó con esmero la confianza dada y siempre defendió los valores que definen nuestra Constitución (…). Con la ayuda de mi padre, supo usted reinar con estilo propio (…). Sigo sus pasos. Lo que el futuro traerá no lo sabe nadie, pero su sabiduría y calidez siempre me servirán de guía. Fue usted una reina completamente consciente de su responsabilidad como soberana. Se dedicó con total entrega a sus obligaciones. Pero fue también hija, esposa, cabeza de familia y madre. Hoy quiero rendir homenaje a cada una de sus facetas, especialmente en los tiempos de dificultades. Incluso en los días de tristeza fue usted de la forma más cariñosa un de la princesa Beatriz se llenaron de lágrimas. Tras aquel conmovedor discurso, cada uno de los 150 miembros de la Cámara Baja y los 75 de la Cámara Alta, además de los representantes de Aruba, Curaçao y San Martín, le juraron lealtad al Rey. La solemne ceremonia, instaurada en 1840 cuando Guillermo II asumió como soberano, finalizó cuando todos los miembros de los Estados Generales gritaron: “¡El Rey fue investido! ¡Viva el Rey!”. Los ciudadanos respondieron con tres ovaciones: “¡Viva!, ¡Viva!, ¡Viva!”. Un funcionario de la Corte se dirigió a la plaza Dam para comunicar que Holanda tenía un nuevo monarca. A partir de ese momento, Guillermo Alejandro sumaría todos los títulos que lo distinguían como siete veces conde, ocho veces barón y diecinueve veces señor, además de marqués de Veere y Vlissingen y vizconde de Amberes, todos utilizados por los monarcas de la Casa de Orange. Y, en los documentos oficiales, comenzaría a ser invocado como “Guillermo Alejandro, por la Gracia de Dios, rey de los Países Bajos, príncipe de Orange-Nassau, caballero de Amsberg, conde de Katzenelnbogen, de Vianden, de Diez, de Spiegelberg, de Buren, de Leerdam, de Culemborg; barón de Breda, de Diest, de Beilstein, de La Haya y de las tierras de Cuijk, de IJsselstein, de Cranendonck, de Eindhoven, de Liesveld; señor de Ameland, de Borculo, de Bredevoort, de Lichtenvoorde, de ‘t Loo, de Geertruidenberg, de Klundert, de Zevenbergen, de Hooge y Lage Zwaluwe, de Naaldwijk, de Polanen, de Sint-Maartensdijk, de Soest, Baarn y Ter Eem, de Willemstad, de Steenbergen, de Montfort, de Sankt Vith, de Bütgenbach, de Dasburg. O como Guillermo Alejandro de Orange, el cuarto rey de los Países Bajos, tal como hace diez años viene escribiendo la historia.
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